La delicada renuncia de dejar de amar
- Redacción
- 9 abr
- 2 Min. de lectura
Mente Lunera

Andrea González
(04-09-2025)
No se trata de un exilio emocional ni de un castigo deliberado. No es que retire mi afecto como quien clausura una casa abandonada. Es, simplemente, que ya no puedo seguir tirando de esta cuerda rota en soledad. Amar, cuando es a dos manos, florece, pero cuando una se suelta, la otra se cansa de trabajar la tierra que se creía ya fértil.
Hablamos del amor y lo vinculamos, casi por reflejo, a lo romántico: a besos, promesas, domingos compartidos y noches abrumadoramente cálidas. Pero hay otros amores menos glamorosos y más profundos, aquellos que han terminado guerras y que son de lo más eternos. El amor de la amistad, por ejemplo, ese que no presume, pero sostiene. ¿Qué ocurre cuando ese lazo empieza a deshilacharse por los cambios inevitables de la vida?, ¿qué pasa cuando el lenguaje compartido se vuelve ajeno, cuando ya no nos reímos en los mismos puntos, ni lloramos por las mismas razones? Llega el punto de cuestión, tratar de entenderlo o dejarlo ir.
Perder una amistad, aquella que se incrustó en tu mente con piedras de colores, duele con una intensidad que pocos reconocen en voz alta. A veces, incluso más que una ruptura amorosa, porque a sabiendas entendemos que esos amores acaban, pero una amistad… A los amigos los elegimos en un acto puro de afinidad, sin las trampas del deseo ni los fuegos artificiales de la pasión. Son familia elegida, testigos de nuestras versiones más auténticas, de nuestro lado cínico, de nuestro ser desmaquillado.
Pero entonces llega el futuro. Con su camión lleno de nuevas caras, direcciones opuestas, prioridades distintas. El tiempo, ese escultor invisible, nos talla a todos con formas inesperadas. Y de pronto, esa persona que conocías como la palma de tu mano se convierte en un extraño al que saludas con nostalgia, pero ya no con pertenencia.
Sabes que su tiempo acabó, tocó pared y salió corriendo para elegir un camino ajeno a lo conocido y uno no se queda atrás sale a buscar una familia, un trabajo, nuevas oportunidades, y se queda en el pecho el recuerdo de “yo tuve una vez un amigo…” con una sonrisa plasmada en el rostro.
Dejar de amar, en cualquiera de sus formas, es una rendición valiente. No por falta de amor, sino por respeto y gratitud al amor mismo. Porque seguir amando a quien ya no está, es acariciar al viento con esperanza que un estornudó le causará.
Comentarios